Como la lejanía que cubre cada instante entre nosotros,
esa brecha entre tierra y espacio que va siendo tan agobiante
y terriblemente cruel cuando te encuentras a las 3 de la mañana
pensando en lo poco que sientes conocer a una persona nueva
y sin embargo la vida solo te lo esta prestando de a ratos
creyendo que todo ha sido una pesada broma del destino.
Imaginas tus manos recorriendo una piel muy familiar
como el olor del café recién molido al amanecer,
los labios cansados de tanta espera se han vuelto sin vida,
y los brazos que antes resolvían calmarte el frío
ahora llevan por dentro un millón de girasoles en llamas,
decididos a no apagarse a menos que sea por quien los despertó.
Y pruebas una, dos, diez facetas que antes no sabías que tenías,
te descubres sonriendo frente al espejo y el teléfono
imaginando recostarte al lado izquierdo de su pecho
para escuchar cuantas veces late su corazón al tenerte cerca,
y a que velocidad puede su respiración cortar la tuya.
Conoces nuevas palabras, canciones y lugares a lo lejos
cuando en realidad nada de eso importaría con tan solo verle,
oír su voz y que te cante al oído, sentir su piel al erizarse
y sus labios juguetear y vacilar mientras te mueres por conocerle.
Dices ser fuerte y no querer más, pero todos los días
al despertar le buscas entre tus sabanas frías y el golpe de la alarma,
te llena de sobrenombres y tu mundo se desbarata,
cada espacio vacío va dejando marca en tu anticuada yo,
siempre hay algo nuevo que aprender y guardar.
Las manecillas del reloj parecen nunca marcar a su favor,
los días del calendario se han vuelto tan tediosos
que el poco tiempo que disfrutan el uno del otro
siempre es el mayor de los placeres al terminar el día...
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